La llama frente al huracán

Prólogo

“La llama frente al huracán” comenzó a gestarse hace siglos en el seno de una raza que está en peligro de extinción: los gitanos; un pueblo que vive a caballo entre unas leyes rígidas, primitivas, sorprendentes a veces, y una sociedad que no termina de aceptarlos por completo. Odiados por unos, elevados a Maestros de lo Oculto por otros, tienen la extraña pericia de no dejar indiferente a nadie que los conoce.

Toda historia nace siempre de un impulso visceral: El de contar a los demás algo que personalmente nos parece importante. La necesidad de escribir este libro nació después de haber recopilado muchos datos sobre las leyes de los gitanos. Mi primera intención, debo reconocerlo, era la de escribir un ensayo sobre las atávicas reglas del pueblo romaní; pero después de hablar con muchos de los Patriarcas que hoy rigen los destinos de las tribus gitanas, me di cuenta de que, aún más importante que las leyes en sí, es la forma de aplicarlas.

Salubha es un Patriarca que representa a todos los que, aún hoy, tratan de llevar a su pueblo de acuerdo con las leyes que aprendieron por boca de sus antepasados, sin tener en cuenta a quienes, dentro del mismo pueblo gitano, las desprecian por estar pasadas de moda.

Las noticias que conocemos de los gitanos nos hablan, por una parte, de las excelentes cualidades artísticas de unos pocos y de la violencia desatada de muchos de ellos que acaparan de vez en cuando la crónica roja. En general, la idea que tenemos de los componentes de esta etnia, excepción hecha de la romántica imagen compuesta por carretas que se pierden en el camino hacia una hermosa puesta de sol, está más cerca de los caracteres que aparecen en “Bodas de sangre” o en los de dramáticas películas en blanco y negro, que del épico Antoñito “El Camborio” muriendo en los poéticos brazos de García Lorca; pero, en realidad, no podemos decir que conocemos su forma de vivir. Para paliar este desconocimiento no sirve el escribir un relato enseñando la otra cara de la verdad porque no sería sino mostrar una parte, parcializar el punto de vista corriendo el riesgo de idealizar a un pueblo que como tal, en estos momentos, casi no existe.

Cuando vemos las noticias de televisión y nos enteramos de que en un barrio de cualquier ciudad se han enfrentado a tiros, o a navajazos, dos familias de etnia gitana, el locutor de turno hace hincapié en las rencillas que arrastraban después de años, o en la inusitada violencia con la que se han empleado ambos bandos. Después no pueden faltar las imágenes de una mujer, normalmente despeinada, fuera de sí, que clama venganza, anuncia más muertes o pide justicia; detrás de esta mujer que se atraganta con la furia que rezuman sus palabras, en segundo plano, se pueden ver corrillos de hombres cabizbajos que casi no hablan entre ellos. Pero, ¿nos hemos preguntado por qué razón siempre vemos la misma posición de los actores del drama sin que importe mucho el escenario en el que se desarrolla? Para responder a esta pregunta es necesario conocer la dualidad en la que se mueve un pueblo que, en general, vive de acuerdo a unas leyes totalmente anacrónicas, desfasadas o extremistas para muchos que opinan sin saber sobre lo que en su gran mayoría desconocen.

La ley gitana, casi idéntica a la Ley de Moisés, al judaísmo pre-talmúdico, está pensada para pueblos errantes que se mantienen siempre en movimiento, para sociedades endogámicas cuyo único propósito es el de sobrevivir. Desde el momento en que estas tribus dejan el nomadismo para integrarse en una sociedad estable, sus leyes ancestrales entran en un choque frontal con las del pueblo en que residen dando lugar a un conflicto étnico-cultural, que normalmente termina por escindir a los gitanos en tres grupos: Uno que se integra en la sociedad, otro que se aferra a sus tradiciones y un tercero que prefiere nadar y guardar la ropa alineándose con uno de los otros dos según le conviene. El resultado de esta separación no es otro que el de la muerte lenta, por suicidio social, a la que se ve abocado el pueblo gitano.

Para contar todo ésto había tres soluciones aparentes. Una de ellas era escribir un ensayo histórico plagado de datos y referencias, destinado a unos pocos interesados en el tema. Otra era pintar un lienzo con enérgicas pinceladas en blanco y negro; pero hacerlo de este modo conllevaba el peligro de caer en el tópico tantas veces utilizado. La tercera consistía tejer un entramado de choques generacionales entre gitanos que, en el fondo, era más de lo mismo. Ante esta disyuntiva sin salida, había que buscar un recurso literario diferente que fuese capaz de informar al mismo tiempo que entretuviese a los lectores; una especie de texto subliminal que fuese dejando caer información al paso de un relato entretenido.

El caso era que se trataba de hablar de los gitanos en particular, un pueblo que aparte de vender en mercadillos y dedicarse a la chatarra, sobrevive de manera “milagrosa” en medio de nuestra sociedad.

Las cifras, frías y sin conciencia, nos informan que casi el veinte por ciento de la población reclusa española está compuesta por gitanos, que hay otros tantos en espera de juicio o sujetos a justicia; desde luego no es que fueran las mejores noticias para hablar de un pueblo que, aparte de automarginarse de la sociedad en la que viven, no es ciertamente el más popular. Pero ¿es este alto índice delictivo lo que nos incomoda de ellos? ¿No será en realidad que nos molesta su forma anárquica de vida? ¿O es que son tan diferentes que no los conocemos bien, no los tratamos suficientemente y hablamos de ellos con prejuicios instaurados entre nosotros desde hace siglos?

Los gitanos, aparte de surtir parte de la población penal española y de aparecer en las crónicas de sucesos o en las carteleras de los teatros, son un pueblo que ha sabido sobrevivir a través de seis mil años de peripecias, que está vivo, aunque herido de muerte, después de sortear pragmáticas, expulsiones y un holocausto durante la Segunda Guerra Mundial; pero ¿cómo contar seis mil años de historia en un texto que no estuviese plagado de notas al pie de página cargadas de datos?, ¿cómo unir en un relato coherente a las primeras tribus errantes desgajadas de los hebreos con aquellos que sufrieron el holocausto nazi?, y lo más difícil ¿cómo hacer que el relato fuese lo suficientemente imparcial para dejar que el lector sacase sus propias conclusiones? Necesitaba una persona, un protagonista, que fuese gitano, casi sin serlo y que, al mismo tiempo, conociese la ley gitana; por éso busqué un perfil específico, un personaje a caballo entre las dos culturas.

La respuesta no fue otra que la de Salubha Soniché, un Patriarca gitano sin pueblo, hijo y nieto de Patriarcas que, en lugar de aceptar la misión para la que estaba destinado, la de conducir a su tribu, decide ser Maestro itinerante. El hecho de haber sido educado por su abuelo en las obligaciones y derechos de los Patriarcas, le dotaba de un conocimiento extenso de las leyes y tradiciones gitanas al tiempo que, su alejamiento del pueblo romaní, le permitía mantener una perspectiva fría, casi impersonal; pero debía ser un actor translúcido que, a pesar de su presencia real, dejase el verdadero protagonismo del relato a quien en realidad lo era: las costumbres del pueblo gitano.

Poco a poco Salubha Soniché fue tomando cuerpo por sí mismo, se fue escapando de las rígidas leyes de la literatura para decidir por sí mismo el camino que recorría y, en el fondo es sólo un pretexto para crear un espacio intemporal que nos permita adivinar la evolución personal de un hombre que, antes de morir, deja un testamento que recoge sus consejos a los Patriarcas Gitanos sobre la Ley ancestral de su pueblo y la manera de aplicarla con corrección.

Este testamento, formado por las enseñanzas que Salubha ha recibido a lo largo de toda su vida, es una especie de manual de experto que desmenuza ante los Patriarcas Gitanos, y a quienes puedan llegar a serlo, cómo es la sociedad en la que viven, instruyéndoles para que sepan cómo manejar herramientas tan útiles como la voz, la mirada o el gesto, al tiempo que les aconseja cómo deben actuar, de acuerdo a la Ley Gitana, frente a los problemas con los que deben enfrentarse a diario.

En resumen el testamento de Salubha podría ser considerado, sin ninguna desventaja, una especie de “El Príncipe” de Maquiavelo, que pretende educar a los futuros Patriarcas del pueblo gitano sin tener que envolver sus conceptos en palabras políticamente correctas.

Radicalizando la comparación, este texto es una especie de Carta Pastoral en la que se indica a quienes tienen la responsabilidad, cómo deben actuar en cada momento.

La investigación para llegar a estos resultados empezó con entrevistas a Patriarcas, a Príncipes y a gitanos notables, Sinti, Tsiganes, Manoush y Zíngaros, en tres continentes distintos: África, Europa y América. A ésto siguieron meses de documentación en bibliotecas con muy pocos datos y días de navegación por Internet hasta recabar informes que sustentaran las afirmaciones que se hacen en el texto.

Ahora que el trabajo ha terminado, con todo lo que he logrado aprender yo mismo, sé que he escrito un texto con tantas lecturas diferentes como personas lo lean porque, donde unos verán un relato entretenido, otros encontrarán un compendio de leyes y otros una clave para empezar a entender cómo vive un pueblo que no se deja conocer.

“La llama frente al huracán” es un testamento, sí; pero en él pueden encontrarse reflexiones que nos obligarán a pensar ya que, lo que Salubha enseña a los Patriarcas, también es útil para todos los que debemos vivir en un mundo duro, difícil en el que es muy difícil encontrar quién nos aconseje desinteresadamente.